Rusia, 2018:
Día 4
Salí a correr por los alrededores del hotel. Improvisé un circuito de unos cuarenta minutos en zigzag para evitar las autopistas. Un perro vagabundo que iba en la misma dirección se detuvo veinte metros delante mío, contrajo las ancas y se preparó para cagar. Me desvié del caminito de asfalto hacia uno de tierra. Daba para intercambiar unos ladridos con él.
Me hubiera entendido mejor que con los rusos. Pero, como comprenderán, son situaciones en las que no sé debe interrumpir. El desvío me llevó a trotar junto a un río y pasé bajo un puente. Toda una aventura para lo que es esta zona. Un perro suelto y un río. Por fin algo distinto en el paisaje del conurbano soviético.
Mientras corría me vino al oído la voz del Churri, un amigo querido que ayer, después de leer la crónica del día 3 en el cuaderno de bitácora, me envió un mensaje de los que te abrazan a la distancia. Dice que me acompañó en el sentimiento por la pérdida de ese fútbol que era nuestro y que, a modo de resistencia, jugará cada fin de semana con los amigos hasta que le den las patas. Él, Churri, es un cinco duro. Tal vez quiso decir que va jugar mientras pueda darle en las patas a ls demás. Pero bueno, vale la intención. Y el abrazo.
Nueve de la noche. Escribo en un mini iPad sobre el mueble que reviste la heladerita del mini bar. Romero, el relator "caviar" del fútbol champagne, ronca a espasmos detrás mío. Quedó boca arriba y por momentos me sobresalta con ronquidos más guturales. Se tiró vestido y como cayó,quedó. Tiene buen humor, pero mañana cuando lea esto es probable que le moleste la imagen que estoy dando ahora de él. Por las dudas, dejo escrito algo más para calmarlo y prevenir cualquier malestar posible. Negrito, te digo todo en dos palabras. Gran tipo. Buen profesional. Buena gente. Tranquilo negrito. Era joda.
Una bruta bola en llamas ciega el horizonte de un naranja intenso. Tiñe de reflejos rosados el gris oscuro, la tira de nubes bajas que no acaban de despejarse y el vidrio de la única ventana. La ropa mojada, lavada bajo la ducha y puesta a secar en el espacio de la contraventana, también se tiñe con la luz del ocaso. No hay edulcorante, ni mercaditos chinos, ni balcones en las ciudades dormitorio del conurbano de Moscú.
Tampoco hay lavandería, al menos en este hotel. Cinco mil habitaciones por piso y ni un puto lavarropas. Perdón, perdón, Putin, mala mía. Un ligero temblor, temor, me hace recordar que aquí está prohibido decir, ser, parecer, simular, bromear o atribuir esa específica preferencia sexual. Tanto a una persona como a un electrodoméstico. Prometo no hacerlo más mientras se jueguen los partidos de la Copa del Mundo de fútbol, con excepción de la final si es que la disputa ( ¡ dije "disputa" ji, ji) el equipo de mi país. Aunque no sé si creerme. Me conozco. No confío mucho en mi.
Porque, pongamos por caso que la palabra se vuelve imprescindible para el relato de "caviar" Romero y los comentarios de mi, de yo, " vodka", para la radio Nacional, " la radio de todos". Ejemplo. Conflicto habitual en el fútbol. Un jugador, un argentino cuando no, un Mascherano que nunca, de pronto se siente afectado por un fallo y alude con disgusto a cierto oficio o activad recreativa supuestamente pecaminosa de la madre de un referí. La ofensa provoca la reacción de la autoridad a tal punto de ordenar la expulsión del player. ¿Cómo podríamos consignar entonces en la crónica un insulto tan grosero sin faltar a la verdad de los hechos y sin subestimar a nuestro oyentes o lectores? ¿ ¿Se creerían ellos que el jugador solo ha dicho "¡qué cobras la p...que te parió!" Haga usted la prueba, señor. ¿Puede usted, encabritado, ofuscado, caliente como estaría ante un hipotético fallo de Naciones Unidas contrario a sus intereses en Crimea, gritarle a alguien, " ¡que carajo cobras, la pe punto punto punto que te parió!" ¿Comprende ahora, señor? No da ni aun con el "carajo", un agregado que hice para resaltar la contundencia del insulto.
Es que las palabras tienen vida propia, señor P....
Y no hay nada que pueda hacerse cuando las personas y las palabras se ponen de acuerdo y deciden vivir su propia vida.
El hotel no tiene lavandería. Las rubias de la recepción sonríen. Un par de rusos consultados dicen que sí hay. Al parecer es para allá, cruzando la autopista que corre al ras, con tres carriles de ida y vuelta. Allá es enfrente y atrás de una sucesión interminable de edificios de veinte pisos similares en colores pálidos y estilo moscovita. Funcionales, eficaces, productivos, sin balcones, sin macetas, sin flores. Rectángulos alzados, aglomerados, encadenados, tendidos hasta donde baja el sol. Las rubias de la recepción vuelven a sonreír. Ni con el traductor de Google nos entendemos. Vemos mañana temprano, dice el vasco Urtasun. Nos desalienta porque le atrae más la comida preparada, los fiambres , los quesos y el vodka del mercadito Gourmet. Y allá vamos, a cenar. La p...pienso, voy a engordar.
Etiquetas: Carlos Ares, Rusia 2018