Esta semana se conmemoró un nuevo 1° de mayo.
La fecha volvió a homenajear a los llamados Mártires de Chicago (EE.UU.), aquel grupo de sindicalistas anarquistas que fueron ejecutados en 1886 por reclamar mejoras en sus condiciones laborales.
Pero la fecha debió servir, además, para reflexionar acerca de la complicada actualidad que atraviesa la clase trabajadora nacional, con índices de desocupación que preocupan, con salarios que pocas veces resultan suficientes para subsistir dignamente y con una evidente crisis dentro de la clase dirigente gremial.
Con una nueva discusión legislativa en ciernes y que muy probablemente planteará cambios en las condiciones y relaciones entre patronal y empleados (la llamada “reforma laboral” que se tratará en el Congreso Nacional cuando el Mundial de Rusia esté en marcha), el proceso y la normativa que de él surja deberían tener en cuenta los derechos adquiridos –no con pocos esfuerzos- por la clase trabajadora a lo largo de nuestra historia como país.
Caso contrario, el declamado progreso económico –eso plantean los impulsores del proyecto- estará (o mejor dicho, volverá a estar) asentado en el perjuicio del habitualmente sacrificado pueblo trabajador, ese que desde siempre le pone el cuerpo a la decisiones gubernamentales y que, demasiadas veces, constituye la variable de ajuste ante las crisis.
Por Alejandro Sosa
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