COLUMNA DE OPINIÓN

Lo peor de todo es que nos acostumbramos

Siempre hay una primera vez.

 

Cuando robaron la primera escuela o jardín primero nos sorprendimos y luego nos indignamos ¡¿Cómo puede ser?!

 

Superado el primer impacto, pusimos lo mejor de nosotros tratando de imaginar el porqué de esas conductas por más que fueran antisociales, detestables, condenables. 

 

Aquello que pareció una eventualidad, se convirtió en algo permanente con un agravante: a las sustracciones se sumó el daño para entrar o, simplemente, por romper.

 

Desapareció el asombro y, de cuando en cuando, solo se escuchan refunfuños. Más aún: no existe la idea de cuándo fue la primera vez y, por ende, cuántos años se han acumulado (deben ser varios).

 

Hace relativamente poco ha surgido otro fenómeno (nunca mejor empleado el término): el de la agresión a los docentes.

 

Y nos ha sucedido, en parte, lo mismo que cuando el primer robo a una escuela. O de mayor magnitud porque los agraviados son seres humanos. Son los emblemas de la cultura. Son los que enseñan a nuestros niños y jóvenes. Tienen en sus manos el capital humano del futuro. Trabajan en favor de la herramienta más poderosa de la humanidad: la educación.

 

Decíamos que nos había sucedido lo mismo que cuando el primer robo porque ya comenzamos a aletargarnos. Debiéramos revisar esa conducta. Tendríamos que analizar qué busca la consabida justificación de “algún problema deben tener” cuando se refiere a ladrones y golpeadoras. Porque la justificación (en realidad aceptación, permisividad) obviamente ha tenido como resultado la multiplicación. La comprensión no ha obrado como remedio.

 

Se rebalsó el vaso. El hartazgo es entendible. El anhelo masivo y espontáneo es que terminen los privilegios; Mucha, muchísima gente tuvo problemas y no por eso delinquió o fue violenta. Por el contrario: trató de elegir un camino distinto precisamente para no tener problemas.

 

Todos sabemos diferenciar lo bueno de lo malo. Hasta “los que tienen problemas”.

Por Roberto A. Bravo



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