Hacia 1900, los ferrocarriles habían acercado admirablemente a las lejanas ciudades europeas. Pero antes, para los músicos, emprender una gira de conciertos era una tarea titánica que requería una gran decisión y, por parte de los empresarios, mucho dinero. Tal vez por eso, las salas de conciertos más grandes, las que podían recibir a grandes multitudes y, por ende, recaudar lo que había que pagar al artista, eran las que estaban ubicadas en los lugares más lejanos. Además, como acontece hoy en día con Madonna o con Luis Miguel, cuando una estrella llegaba hasta un punto distante, eran multitudes las que querían presenciar el evento. Algo de esto pasaba con Franz Liszt. Obviamente, no hay datos exactos de localidades vendidas ni tampoco del número de asistentes a cada uno de sus recitales por todas las regiones europeas, pero cuando el gran pianista llegaba a una ciudad distante, todos querían ir a verlo y escucharlo. Se dice que cuando Liszt llegó hasta San Petersburgo, en 1843, en el gran salón del palacio del Zar, se congregaron más de 3.000 personas. En cambio, en la Salle Pleyel, de París, unas semanas después, con el teatro colmado, hubo 300 personas.