"Hecha la ley hecha la trampa" reza una vieja sentencia popular.
En los años noventa se decidió que los colectivos de larga distancia llevaran una señal lumínica y sonora que indicara cuando superaban las velocidades máximas. Además, las marcas quedaban grabadas en un disco que podía ser solicitado por inspectores que aparecían en distintos lugares del trayecto. A poco de su instrumentación, los choferes le encontraron la vuelta para desconectar la Chicharra. Si se presentaba algún control, con la cara más inocente y encogiéndose de hombros decían “¡Y, se habrá roto!”.
Vaya uno a saber si, en un país donde todo cambia más de lo deseable y profundamente, sigue esa reglamentación vigente y, lo más importante, si se cumple. No se advierte.
Algunos conductores se sienten dueños de la unidad (¡Y del pasaje!). De acuerdo a sus tiempos es la velocidad a la que marchan y, si por la razón que fuere se retrasan, pueden andar los kilómetros que sea sin parar, privando a los transportados hasta del elemental derecho de usar los sanitarios. De la existencia del libro de quejas, si aún es exigible, nadie se entera.
No hay recomendación del uso de cinturones porque…No hay cinturones. O faltan. O no funcionan. Y esto es responsabilidad de las empresas.
Pero, volviendo a los conductores, en otra muestra de veleidades, hace muy poco dos que manejaban una unidad que debía unir Las Leñas con Mendoza se tomaron a golpe de puño por discrepancias en cuanto a la velocidad. Insólito. La situación habla por sí sola.
A luz de estas conductas hay una pregunta que surge espontánea: ¿Que tan certeros son los test psicológicos, habida cuenta que, indudablemente, éstos no son problemas de manos ni de pies?
Asimismo es tiempo de replanteos para las empresas. Si todo esto que está pasando no les cambia el ángulo de la mirada, los controles deben ser lo suficientemente rigurosos para que los pasajeros se sientan seguros.
Con los hechos consumados, el seguro resarce pero no cura ni devuelve vidas.
Por Roberto A. Bravo